“Dicen que en la ciudad de los sueños no hay ningún lugar para descansar de verdad. Donde todo es luz, diversión y cálidos besos. Pan, uvas y miel, dulces de azúcar y yemas, leche de almendras y zumo de melocotón.”
En una calleja, cerca del rio, alzaba inquieta la mirada, tras el cristal rajado de un tragaluz a la altura del suelo, la pequeña Yam, buscando el rayo de sol que desapareció hace años cuando construyeron los edificios de enfrente.
«Ya estará borracho otra vez» —pensó, bajando la cabeza y apoyándola en la cicatriz de su barbilla —«O en el peor de los casos, se habrá ido con otra de esas mujeres del barrio de las camas».
La humedad comenzaba a saturar el ambiente dejando ver las primeras brumas que anticipaban el ocaso. Las vaporosas nubes que serpenteaban por el antiguo canal del río eran la única manera de saber que estaba cayendo la noche en aquel oscuro recodo de la metrópolis entre altos edificios acabados en punta que se habían puesto de acuerdo para generar la más tenebrosa de las oscuridades.
En uno de los profundos callejones donde aún se atrevían a sobrevivir algunos de los habitantes más incómodos de la urbe, se encontraba la pequeña Yam con su medio-hermano Jacob esperando impaciente la llegada de su padre.
—Me dijo que esta noche volvería —dijo Yam —. Ya sé que no le gusta estar con nosotros, aquí no hay más que miseria y a él le gustan los sitios donde hay calor y vino.
En una de las esquinas de la habitación, cerca de un fogón que llevaba apagado varios días había un lecho donde se acurrucó tapándose con una vieja manta.
Mientras dormía soñó que era una mariposa azul que se alimentaba de los pechos de una rosa y jugaba con el largo pelo de su madre que la miraba sonriente.
Ahora todo estaba iluminado, cuando la luz del día bañaba la ciudad no tenía un aspecto tan aterrador como alumbrado por los candiles colgantes de hierro de las paredes del callejón. Hasta los pájaros tallados en los mástiles de los barcos que bajaban el río tenían una belleza más grata a los ojos de la mariposa que revoloteaba alrededor de la popa de uno de los paquebotes amarrados delante de su casa. La niebla comenzó a abrirse delante de ella, la claridad la deslumbraba, el calor no la dejaba volar y se precipitó hacia el suelo como una hoja en otoño.
—Despierta Yam —la voz de Jacob sonaba lejana.
—Despierta hija —dijo su padre—.Siento haber llegado tan tarde, pero con la niebla no podía correr mucho por la autopista. Te he traído lo que me pediste. Feliz Navidad.
De uno de sus bolsillos sacó un muñeco vestido con una capa dorada y bordada con cientos de mariposas azules.